El pozo de plata
Paulo Bedaque
Cuentan los viejos indios del norte de México, descendientes directos de los valientes Yakis, que estas cosas realmente se pasarán con los brujos de su gente. No seré yo quien lo desmienta, yo que no viví más de dos años por estas tierras. Además, me sobran motivos en el alma para creer en los relatos de esta gente. Réstate, lector de mis amargas líneas, creerlo también o sentenciarme como un loco como nadie hasta ahora.
Vivía libre de las manillas de la bebida y del hambre, pero sediento de un cuerpo de mujer, cuando serví al ejército del General Gutiérrez en la campaña de 1827. No fueron pocos los compañeros que quedaran para siempre en las tierras del norte para que ganásemos unos pocos kilómetros de los rebeldes. Vi y me recuerdo como si fuera hoy. Después de un día sangriento, con muchas bajas, me atormentaba una herida hecha por una lanza enemiga. Mi mano izquierda, la mejor, fue atravesada como un pollo. Tenía temperatura pero no hay tiempo para pequeñas heridas en la guerra. Quedé fuera del acampamiento para curarme solo. La noche estaba mágica como siempre. La Ursa Mayor indicaba el camino para los viajeros y la Luna brillaba soberana. No me quedé asustado cuando miré un de estos brujos del norte por sobre una grande piedra. Él admiraba la noche, como yo, pero esperaba por mí; yo creo hoy. Después de acercarse y mirar mi mano, dije: “¿Tu quieres curarte de esta y de otras molestias”? Si, ¿como no? Pero dígame antes, ¿quien eres tu? le dije yo. “Ya tuve muchos nombres pero no me recuerdo de ellos. El tiempo me hay obligado a cambiar las lenguas. Se que luché contra los habitantes del sur, hombres mayas de Yucatán que servían a el sacerdote Kukulcan. Llegó también el tiempo de los mexicas y su terrible dios Huitzilopochtli cuando muchos de mis hermanos dejaran sus corazones aun caliente en el altar. Vi el imperio de mi pueblo desmoronarse como una manzana podrida con la llegada de los soldados del Rey. Ahora venga; quiero mostrarte el pozo de plata, donde vive un antiguo dios del tiempo que hoy esta despierto”.
Pienso que caminamos por tres horas hasta llegar a un pequeño ojo de agua perdido en las montañas. Con la luz de la Luna, el agua que brotaba salía color de plata y muy helada. Lavé mis manos y mi rostro. Sentí un hormigueamiento tan horrible que tuve vértigos. Mi cabeza rodaba y rodaba en cuanto me recordaba de mi infancia en el sur. Vi en un relance todos los minutos de mi vida; mi hermana muerta de cólera, el nacimiento de mi hijo, la muerte de mi padre, la tomada de nuestra aldea, la peste y el gran huracán de 1809. Como si fuera ahora el último minuto de mi vida, una dolor muy grande me tiré al suelo. Cuando desperté, no había brujo y tampoco heridas, había solamente un cielo de colores rojizos; el día estaba naciendo.
Mas tarde, escuché de la boca de personas del pueblo que en esas tierras hay un pozo de agua, donde vive Chatziatl, el dios del tiempo y de la plata, hermano menos conocido de Chalchihuitlicue. Esta gente cree que la muerte no llega para aquellos que derraman plata en los pies del dios.
He vivido y viajado mucho. Después de la campaña de 1827, luché en muchas guerras todavía. Clavé mi espada en los corazones de los rebeldes de Georgia, fui teniente en la infantería turca, conductor de tanques en España y estaba con los aliados en la Normandía contra los alemanes en la segunda guerra. No sin llorar, lancé napalm en los campos de Vietnam y Afganistán. Rezo para que dios no desgracie mi vida mas que los fantasmas que asombran mis noches interminables.